Desconocía el significado de CODA hasta que lo descubrí en un artículo de un diario inglés. Children of deaf adults, caray, pensé, yo soy una de ellos. Una hija de sordos adultos. Consciente de mi singularidad, nunca me había parado a pensar que eso daba derecho a sentirla como una identidad grupal.
Ser hija de unos padres sordos no es lo mismo que pertenecer a una familia de oyentes. Descender de unos padres que no oyen, es un sentimiento que difícilmente, o mejor dicho, jamás pude compartir con mis amigos porque en sus casos, ellos eran como sus progenitores y no había mucho que cuestionar en ese sentido.
Eran oyentes como sus padres: nada que signar ni nada que oír por y para ellos.
Crecí así, con mis cinco sentidos desarrollándose a medida que iba haciéndome mayor igual que cualquier compañero de clase y con un evitable sentimiento de que yo era diferente con respecto a mi alrededor. En casa no se cantaban canciones a dúo, ni comentábamos los programas de radio. El volumen de la televisión se encendía si estaba yo y solo yo contestaba al teléfono.
Cuando mis padres me llevaban consigo a la asociación de sordos y coincidía con otros niños de mi edad (pocos, la esterilización de sordos por orden de Hitler hizo mucho daño) entonces sí sentía que nada me separaba de los otros niños. Había algo entre ellos y yo que nos identificaba, porque también ellos se dirigían con las manos a sus familiares, la misma pronunciación lenta y vocalizada, los mismos gestos y juegos de ojos, el silencio compartido por todos.
Era una sensación placentera, alentadora, me hacía olvidar que mis circunstancias eran otras y mi vida poco tenía que ver con el de mis amigos.
De vuelta al colegio era cuando me daba cuenta de mi realidad. Es en el límite de la normalidad cuando nos damos cuenta quien somos.
Me acuerdo que, en una fiesta navideña, yo tendría unos seis o siete años, el Papa Noel (Nikolaus en alemán) nos entregó una bolsa con nueces y chocolatinas mientras signaba feliz Navidad. Allí, en ese mundo silencioso, ese Papa Noel no resultaba extraño sino uno más entre todos los que nos expresábamos con las manos. Han pasado muchos años desde entonces, pero yo lo recuerdo como si fuera ayer.
Muchas veces me han preguntado si por ser una Coda — el término se ha ido introduciendo poco a poco dentro de mí — me he sentido arrinconada por esta singularidad. Y siempre contesto lo mismo, la verdad, que nunca me afloró un sentimiento de aislamiento o de rechazo.
En el colegio era diferente, no voy a negarlo, pero esa diferencia nunca me excluyó de mis círculos.
Mis amigos cuando llegaban a casa intentaban copiar algún signo para dirigirse a mis padres o no les extrañaba cuando se encendía la luz si alguien llamaba al timbre o que yo siempre estuviera entre pregunta y respuesta. Al fin y al cabo, yo era la voz de mis padres, sus oídos y formaba parte de este enjambre, diferente, especial, sí, pero esa manera de convivir con personas sordas era parte de mi identidad inexorable. A veces pienso que, gracias a esta circunstancia, los idiomas me son más fáciles que a mucha gente, porque aprendí a escuchar de otra manera y a ser consciente que las pronunciaciones nunca son idénticas.
José Luis Borges decía que cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento en que el hombre sabe para siempre quien es y yo, Señores y Señoras puedo decirles que soy una Coda y estoy encantada de haber descubierto que esta identidad no solo es mía, sino que la puedo compartir y disfrutar con muchísimos hijos de padres sordos y, además, ahora forma parte del conocimiento público.
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